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Mi ventana

Lo que mejor recuerdo de mi paso por el hospital cuando tenía diez años era lo lentos que pasaban los días. 
En la planta infantil del hospital no había gran cosa que hacer, sobre todo teniendo el cuerpo enganchado todo el día a un gotero y sin poder alejarme demasiado de la cama. Además, la oferta de entretenimiento se reducía a una televisión compartida en una habitación de 4 y payasos los jueves, si te gustaban claro, yo los odiaba.

Junto a la ventana estaba el pequeño Juan, por lo visto era el que peor estaba de los 4, ya que siempre se le permitía ver lo que quisiera en la televisión y todo el mundo le trataba con mucha condescendencia. Junto a él estaba Miguel, un niño bastante gordo que no hacía más que preguntarle a su madre cuando podría volver a comer natillas. El siguiente era Ricart, un niño que nunca dejaba de hablar, hasta dormido balbucía y, en caso de despertar en la oscuridad, comenzaba a gritar y su madre encendía la luz para que se tranquilizara, despertándonos a todos. El más cercano a la puerta era yo.

Trate de hacer migas con los tres. El pequeño Juan era un idiota mimado, si no se hacía lo que él quisiera se enfadaba y lloraba. Miguel, no estaba tan enfermo, era un vago de manual, solo quería moverse cuando traían la comida del hospital. Sosa y horrenda. Pero se incorporaba de un salto y lo devoraba todo en dos minutos, luego su madre le daba a escondidas un pedazo de chocolate. Me di cuenta de que lo hacía para que Miguel se callara, de lo contraría se pasaba todo el tiempo hasta la siguiente comida pidiendo algo dulce. Y en cuanto a Ricart… era imposible hablar con él. Su atención no duraba más de tres segundos en un mismo sitio. Siempre que trataba de preguntarle algo acababa mirando algún punto lejano y casi siempre daba un salto y se iba a hacer otra cosa, de hecho, le saltaron varias veces los puntos de su operación.

Un día me encontraba mejor y descubrí que al principio de la planta había una pequeña biblioteca. Había muchos de esos cuentos infantiles que tratan de idiotas a los niños, con mucho dibujo colorido y poco más. Pero en un rincón, casi olvidados y llenos de polvo había unos viejos volúmenes que se notaba que hacía tiempo que nadie había tocado: La isla del tesoro, Viaje al centro de la tierra, La historia interminable…

En mi casa no existía el hábito de leer, así que tomé uno torciendo un poco el morro, escéptico, aunque no conocía el significado de la palabra en aquella época, y volví a la habitación todo lo rápido que me permitía el gotero que paseaba conmigo.

El jueves siguiente Juan, Miguel y Ricart no estaban, era día de payasos así que se encontraban en otra habitación con el resto de niños. Mi madre me dijo que aprovechara que la ventana estaba libre. Me senté allí y continué leyendo. 

—Pero hijo, aprovecha y disfruta de las vistas —dijo mi madre. 

No levanté la vista, sabía que había más allá: tráfico, coches, polución, gris, suciedad. En mis manos la tripulación del Nautilus se enfrentaba a un pulpo gigante.

—Mi ventana es más interesante mamá.


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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