Ir al contenido principal

El botón rojo

Tras una vida de dedicación recibí, al fin, la carta que me libraba de mi servicio.
¿Cuántos años habían pasado? ¿Cuarenta? ¿Cincuenta? La verdad es que estoy aquí desde muy joven y hace ya años que dejé de contar, creo que fue con la última carta de mi mujer, ¿O dejé de contar antes de aquello? ¿Cuándo dejaron de llegar visitas a mi pequeño puesto de guardia? Pero adelanto acontecimientos, y quizás la edad me esté convirtiendo en mi padre, y ya empiece a divagar largamente alejándome de lo que realmente quiero contar, tal y como le pasaba a él la última vez que lo vi, justo antes de terminar aquí destinado. Cuando yo era muy joven, y los científicos acababan de crear “la máquina”. 

Me encantaría conocer más detalles sobre este infernal y enorme artefacto, pero me resultaría imposible, creo que en algún lugar tengo un dosier que explica las características de “la máquina”, claro que la mayor parte está censurada y alrededor de 50 páginas son una continuidad de rayaduras y tachones que hacen imposible una lectura comprensible. Ya la cubierta del dossier avisa, con grandes letras mayúsculas que chillan a la vista: ALTO SECRETO.

Lo único que tengo claro es que un día me destinaron aquí, me pusieron un fusil en una mano y el susodicho dosier en la otra. Las ordenes eran claras, que nadie se acerque al gran botón rojo en el centro de la consola de mandos. ¿Por qué siempre hacían esos botones prohibidos tan llamativos? ¿Tan brillantes? ¿Por qué solo me alejaba de aquel botón una tapa transparente de metacrilato?

El caso es que con 19 años y recién casado me vi encerrado en este cuartito de vigilancia, con la única compañía de un pequeño escritorio, una libreta donde anotar los nombres de los visitantes y un catre en un pequeño apartado. Detrás de mí, el gran botón rojo; brillando durante cincuenta años. 

Durante los primeros diez años, tras la invención de la máquina, recibía visitas a diario: científicos de todos los países se acercaban y mantenían acaloradas e ininteligibles charlas alrededor de aquella brillante seta roja. En aquellos momentos era cuando más atento debía estar, por muy importantes que fueran los visitantes, todos, sin excepción, debían mantenerse a cinco pasos de aquel botón. Más de una vez tuve que sofocar una discusión a punta de fusil y alguna otra impedir que alguien tratara de pulsar aquel botón. Aquellos primeros diez años fueron los más intensos, podían presentarse visitas a cualquier hora y yo debía estar siempre listo.

Recuerdo que antes de empezar mi guardia dejé a mi mujer en casa, le faltaban 3 meses para salir de cuentas. Ella, periódicamente, me enviaba cartas preguntándome como estaba y siempre incluía fotos de mi hijo, lo vi crecer a través de aquellas fotos. Eso ocurrió durante los primeros diez años. Durante los cinco siguientes, bajó la frecuencia con la que me llegaban las cartas, hacia los veinte recibí una única carta, dentro venían los papeles del divorcio, los firmé y envié de vuelta. Recuerdo que me enfadé muchísimo, ella no comprendía la responsabilidad de mi misión.

Responsabilidad… responsabilidad… ¿Y yo? ¿Me había parado a saber de qué iba aquello de la máquina? Cuando llevaba ya 30 años el interés por aquel cacharro había desaparecido, ya nadie venía a mantener acaloradas discusiones, ya nadie venía de visita, ni siquiera llegaban car-tas o nuevos documentos. Solo una vez al mes, aparecía alguien a traerme provisiones para que no tuviera que salir de aquel lugar. Fue por esta época cuando empecé a interesarme por la máquina y traté de leer el dosier que tenía desde el primer día. Incluso traté de descifrar aquellas páginas tachadas poniéndolas delante de una luz, pero nada, ni siquiera así puede leer ninguna de las palabras ocultas bajo las rayaduras de tinta. Una única cosa tenía por cierta: el botón era malo.

Creo que cuando llevaba 35 años dejé de preguntarme como estaría mi hijo. Ya todo me daba igual, nadie aparecía por aquel lugar, nadie se interesaba por mí. ¿Seguía viva mi madre? ¡Qué más da! Si nadie se preocupa realmente por mi ¿Por qué debería preocuparme yo? ¿Ha crecido con el tiempo esa seta roja y brillante de plástico? ¿Siempre tuvo esa vocecilla que incita a levantar su casita transparente y pulsarla?

Pero, no sé por qué pienso todo esto… ah ya, que estoy empezando a divagar, como lo hacía mi padre. No, yo estaba pensando otra cosa. Sí. Hoy he recibido una carta. Por primera vez en años. La carta, en resumen, dice que se me exime de mis funciones. Soy libre de la responsabilidad que durante tantos años me ha tenido en este pequeño cuartito. ¿Puedo irme? ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Cómo es el mundo afuera? ¿Por qué ya no venía nadie desde hacía tantos años? La carta, la explicación está en la carta, dice que el proyecto se ha cancelado. Se canceló, en pasado, hace 30 años, quizás más, porque creo que me he descontado alguno. Pero ¿cómo ha llegado tan tarde la carta?, parece vieja y amarillenta, como si hubiera estado olvidada o perdida en el caos de la burocracia, viajando de un departamento a otro, navegando entre despachos sin que nadie supiera a donde remitirla exactamente. 

Ahora ya no tengo ninguna responsabilidad, puedo irme, libre… Pero… ese gran botón ro-jo, que durante tantos años he protegido mientras me susurraba, mientras me observaba… Yo lo observaba todos los días, y me imaginaba como sería acariciarlo lentamente con el índice, notar su curvatura, los bordes de la rebaba del molde que le dio a luz, notar como su tenue resplandor rojizo me ilumina la mano en la semipenumbra de aquella estancia. Lo único que entendía del botón, era que pulsarlo era malo. Al menos sobre eso trataban la mayoría de discusiones de los científicos que hace años que ya no vienen. Siempre tuve una responsabilidad… pero yo ya no soy el responsable, y me han dejado aquí a solas con él… sin nadie que lo vigile. 

¡Qué más da! ¡Ya todo da igual! La emoción contenida durante años se desbordará al levantar la tapita transparente y sentiré un éxtasis de alivio cuando le susurré a mi rojo —y único compañero durante tantos años—, a tomar por culo, justo antes de pulsarlo.


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
Síguenos, comparte y no olvides que también estamos por Facebook e Instagram


Comentarios

Entradas populares de este blog

Esa mano ajena

Toni Lobo o sorpresas de comprar barato

Ya nadie escribe cartas de amor

Pequeña musa