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El trato

Llegado a un punto se detuvo, Ángel no sabía qué hacer. 
Siempre salía a pasear por la montaña cuando necesitaba tomar una decisión, y ahora, frente a él, tenía dos caminos. Uno podría ser una vida tranquila. Se casaría pronto con su pareja. Luego vendrían los niños. Después pasarían lo años y, quizás, algún día podría sentirse tan ilusionado como lo estaba ahora su padre, enseñándole los pormenores del pequeño negocio familiar. El otro camino era un buen trabajo en la capital. ¿Querría su pareja seguirlo? ¿Le rompería el corazón a su padre? Aquella oferta abría toda una serie de inciertas posibilidades.

Y mientras trataba de vivir sus posibles futuros, un silbidito, interrumpido por una insulsa estrofa, lo sacó de sus pensamientos.

“En el fondo de un lago helado.
Lo dejaron triste y olvidado”.

Un hombre llegó a la encrucijada en la que se encontraba.

—¡Muy buenos días joven! —era mayor, parecía rondar los setenta, pero venía subiendo la cuesta con el brío de uno de veinte. Y no le faltaba el aliento.
—Hola —contestó Ángel sin mucho interés.

El anciano se sentó en un viejo tocón que había junto a la encrucijada y se quedó allí observando. Ángel comenzó a incomodarse y pensó que era hora de volver a casa.

—Déjame adivinar… —dijo de repente el anciano— te acabas de dar cuenta de que esta encrucijada representa tu vida.

Ángel se sorprendió. ¿Cómo podía acertar el anciano con tanto tino sus sentimientos?

—Un camino lo conoces —continuó—. Pero te intriga el otro, el que acabas de descubrir.
—¿Cómo puede…?
—Bueno, supongo que lo sé por… —rumió un poco la siguiente palabra antes de liberarla— viejo.
—¿Y tiene algún sabio consejo de viejo que me pueda servir?
—Si no recorres el nuevo camino siempre te preguntarás ¿Cómo habría sido?
—Ya, pero si la elección resulta desastrosa me arrepentiré igualmente —respondió Ángel.
—Bueno joven, entonces te propongo un trato —dijo con una media sonrisa seductora.
—¿Qué trato?
—Dame la mano, sellemos un pacto y te dejaré vivir la elección que tanto te perturba.
—¡Qué tontería!
—¡Ah! ¡El viejo chocho te está mareando! ¿No?
—No diga eso hombre…
—Vamos, vamos. Soy viejo. No tonto.
—Admita que es muy raro lo que me ha dicho.
—Sí. Tienes razón, un poco raro —dijo el anciano poniéndose en pie.
—Es un poco tarde —dijo Ángel—. Creo que voy a volver a casa.
—Yo iré por el otro lado joven. Hacia abajo. Por cierto, ¿cómo te llamas?
—Ángel.
—¡Ángel! ¡Me gusta! —entonces alargó el brazo y ofreció de nuevo la mano para que se la estrechara— ¿Seguro que no quieres saber lo que habría sido de tu vida?
—Venga, va. ¿Por qué no? Al menos me despediré de usted como es debido —entonces, divertido por lo absurdo de la situación, enlazó su mano con la del viejo.

El mundo dio vueltas, el suelo desapareció, todo se tornó oscuro. Sentía mareo, necesitaba vomitar, era una sensación para la que ningún hombre estaba preparado. Sentía su cuerpo disolverse. Sentía su consciencia desvanecerse.

Despertó en una cama desconocida. Junto a él, en una mesita, ardía la llamita una vela.

¿Qué le había pasado? ¿Dónde estaba? Corrió hasta la ventana y se descubrió en una ciudad, en un rascacielos. Salió de la habitación, era un amplio y lujoso ático. ¿Qué demonios pasaba?

Una puerta se abrió de repente. ¿Había visto a aquella mujer en algún sitio? Era bellísima, vestía un sensual camisón de lencería que dejaba muy poco para la imaginación. Ella se acercó hasta él y le preguntó que qué tal había dormido. Ángel retrocedió hasta que un sofá le impidió continuar. Él no sabía que contestar, solo pensaba en que diría su pareja si se enteraba. Ella se extrañó de que estuviera tan silencioso y bromeó con que quizás se habían pasado con el alcohol anoche. Lo empujó y obligó a sentarse en el sofá y le dijo que creía que necesitaba que lo espabilaran.

Entonces la chica buscó bajo la ropa de Ángel hasta encontrar su objeto de deseo. Lo apretó y notó como crecía bajo sus dedos. Él trató de apartarla sin empeñar demasiado esfuerzo. Cuando la mujer notó aquella mínima reticencia lo besó en los labios. Eran carnosos, eran húmedos, eran desconocidos. Sentía que la había visto en alguna parte. Ella dejó de besarlo en la boca. Acompañó sus nuevos besos con un batir rítmico de suaves manos. Quería apartarla. Ella no se lo permitiría. En ese momento recordó el trato y las últimas palabras del anciano antes de desvanecerse, le había dicho que para volver debía apagar la vela. Ella continuaba su asedio, quería apartarla, pero la lengua de la mujer jugaba con decisión alrededor de una sólida perdición. Recordó de qué conocía a aquella chica. Era una famosa actriz. Sonrió. Olvidó su inútil lucha por liberarse de ella. Se dejó llevar. Podría ver a dónde le llevaba esta nueva vida. ¿Qué vela? Ya la buscaría. Ángel cayó.

Pasó el tiempo. Disfrutaba de un trabajo en el que se codeaba con la alta sociedad. Las mujeres iban y venían. Cada una más espectacular que la anterior. Solo amor fingido. El alcohol, las drogas y las mejores fiestas se convirtieron en sus únicas constantes. Total, ¿qué importaba? Cuando se aburriera apagaría la vela y volvería. Entonces disfrutaría de una vida tranquila con su pareja, llevando el negocio que fue de su padre, que fue de su abuelo.

Pasaron veinte años. No tenía ningún amigo de verdad, solo moscones aprovechados y de los que aprovecharse. Pasaron treinta años. Jamás formó una familia. Pasaron cuarenta años. Y un día, sin previo aviso, mientras el médico le explicaba que necesitaba un nuevo hígado o no viviría otro año, la vela, olvidada en la habitación de su ático, se apagó.

Se desvaneció. Se disolvió. Apareció en la encrucijada del bosque. El anciano seguía estrechando su mano. Ahora todo lo vivido era como un sueño que se desvanece al despertar. Ángel se sentía mareado y cansado. Así que se sentó en el tocón y hundió la cara entre las manos.

Ángel no vio como se quedaba a solas cuando el anciano dio un pasó en el tiempo y en el espacio, hasta la terraza de un bar, en una soleada plaza, donde tomó asiento.

—¿Qué desea tomar? —preguntó el camarero.
—Un té muy muy caliente.
—¿Cómo si lo sacara del infierno?
—Perfecto —dijo con un guiño cómplice antes de que el camarero se marchara con la comanda.

Por la calle llegaba caminando lenta y pesadamente Ángel. El viejo sonrió desde su asiento, esta era su parte favorita de los tratos. Ángel se paró al pasar frente al escaparate de una tienda de muebles. Se aterrorizó al ver su reflejo en uno de los espejos de la exposición. Era un anciano. Un despojo arruinado por una vida de excesos. ¿No había sido todo una ilusión? ¿Lo reconocerían sus padres? ¿Cómo podría formar una familia ahora? Se dejó caer de rodillas, gritó, lloró. Sabía que su hígado no aguantaría mucho.

—¿Qué le pasará a ese anciano? —preguntó el camarero cuando dejó el té en la mesa.
—Creo que acaba de descubrir que solo se vive una vez. Por cierto. ¿Te gusta tu trabajo?

El camarero se giró, no quería que su jefe escuchara la respuesta.

—Me gustaría meterle fuego a este lugar.
—¿Qué te parece si hacemos un trato?


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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