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Sórdido viaje

Siempre dibujaba en cuanto tenía la oportunidad. 
De hecho, él querría haber estudiado bellas artes.

—Eso es de jipis Pelayo —decía su padre—. Tú estudiaras algo de provecho, como yo.

Y así estaba, dibujando para olvidar un rato lo aburrido que le resultaba el derecho mercantil y procesal y demás, cuando a él se le negaba su derecho a estudiar lo que quisiera. Su improvisado lienzo era un billete de cincuenta euros. Bajo el puente renacentista del reverso trazaba las líneas de una portentosa figura que se asemejaba a un Atlas soportando todo el peso del orbe. Para el rostro, solo por fastidiar, caricaturizó ese famoso político que su padre no soportaba. Dibujó su pelvis en obscena posición justo detrás de la ilustración del mapa europeo, y ahora no sabía si era Atlas sujetando un puente o Zeus mancillando a la pobre Europa.


Llegó un aviso a su teléfono. Cogió el billete y bajó al portal del edificio.

—Lucas, ¿qué tal?
—Rapidito, que sabes que esto me pone nervioso.
—¿Pero lo has pesado bien? La última vez me chorizaste.
—¡Está bien pesado! Aquí lo tuyo. ¿Y mis cincuenta?

Lucas cogió el billete sin advertir el dibujo y salió por el portal al bullicio de la calle. Ahora estaba mucho más tranquilo, si le parase algún “madero” ya no encontraría nada ilegal. Miró su reloj y como tenía tiempo —nada que hacer en verdad— entró en una casa de apuestas y miró los partidos de fútbol que se estaban jugando en ese momento. En la otra punta del mundo, las apuestas a un equipo asiático se pagaban bien. Pensó que podría llevarse un pico.

—¡Anda, Lucas! ¿Tú por aquí? —Una mano enorme cayó a plomo sobre su hombro.
—Hola, Sergei ¿Cómo estás?
—Llevo tres semanas buscándote, así que vamos a saltarnos los saluditos. ¿Dónde están los mil euros?
—Voy a necesitar…
—¿Cuánto llevas encima?
—Solo… cincuenta euros.
—Pues me los quedo. Espera, ¿qué es este dibujo? ¿Esto es válido? Me lo quedo como interés de demora. Me sigues debiendo mil euros. Si tardas otra semana te buscaré con los chicos.
Sergei pensó en la suerte de aquel encuentro fortuito, tras haberlo perdido todo entre tragaperras y caballitos tenía solo para un café, pero ahora… Pensó en los niños, que querían un balón nuevo, y después en comprarle algo bonito a su mujer. Pero prefería darse un capricho. Así que sacó el teléfono y llamó.
—Hola, soy Sergei… ¿Cómo qué cuál? Tú amigo, el de los favores… Sí ese. Estoy cerca. ¿Ahora puedes?... ¿Tiene que ser rápido? Voy.
Cuando colgó aceleró el pasó. No tardó más de diez minutos en recorrer las cuatro o cinco manzanas hasta llegar a su destino. Llamó al telefonillo y le abrieron sin preguntar.
—Hola, pasa directo al cuarto que tenemos poco tiempo —dijo la mujer que le abrió la puerta una vez llegó al quinto.
—¿Si tiene que ser rápido me vas a cobrar menos?
—¿Vienes duchado?
—De ayer —mintió.
—Pues una cosa por la otra, el precio se queda igual.
Una vez en el cuarto empezaron a desvestirse cada uno por su lado, sin mimos, sin caricias, sin afectos.
—¿Tienes el dinero?
—Pero si todavía…
—El dinero por adelantado.
Sergei recogió su pantalón del suelo y sacó el billete del bolsillo.
Ella miró extrañada el dibujo de aquel fortachón que parecía estar vilipendiando a la Unión Europea. Una imagen llegada del futuro, de lo que estaba a punto de pasar en aquella habitación. Como la vieja Europa, ella se pondría a gatas sobre el colchón; era la postura más segura, si un cliente se ponía violento ella podía zafarse con facilidad. Llegado el momento gemiría, aunque no sintiera nada. Alabaría falazmente su virilidad. A ellos les gustaba, y a los “jefes” había que mantenerlos contentos para que volvieran.
Mantendría el billete apretado en su mano durante todo el trabajo y al terminar lo metería en un sobre con la palabra “ALQUILER” escrita en mayúsculas. Despediría al cliente, se limpiaría un poco, y llevaría el dinero a su casero.
Desde hacía bastantes años había dejado de fiarse de los bancos. Demasiados controles en las entradas y salidas de capital. A él le gustaba hacer las cosas como se habían hecho toda la vida, en efectivo. Por eso, antes de salir de casa aquella tarde, abrió el sobre que le había dado la inquilina de uno de sus pisos un par de horas antes y cogió trescientos euritos. Para salir con lo justo, por lo que pudiera pasar. Caminó sofocado a la sombra de los árboles y fue directo a la sede.
Cuando llegó a su despacho Mario Romero ya lo estaba esperando.
—Disculpa. Me he retrasado.
—Tranquilo Gabi, soy yo el que se adelanta.

Miró el reloj y vio que era verdad, había llegado 20 minutos antes.
—¿No tenías lío hoy?
—Mucho, como siempre. Pero no quiero que me pille la manifestación, así que me voy corriendo en cuanto terminemos.
—¿Tú te crees esta gente? No hacen más que pedir y pedir —se quejó Gabi.
—Si ya tienen de todo —respondió Mario—, es quejarse por quejarse. Bueno, vamos al lío que tengo prisa, que aún me cerrarán las calles.
—Toma, esto es lo tuyo, cuéntalo —Gabriel le pasó un sobre a Mario.
—Me fío de ti, pero sin mirarlo ya te digo que faltan cincuenta euros.
—¿Cómo que faltan? ¡Imposible!
—¡Claro! El Madrid perdió el otro día…
—Cabrón, te has acordado. 
—Apoquina.
Mario torció el morro en una mueca despectiva al ver dibujado a su mayor rival en el congreso con un cuerpo digno del mismísimo Hércules. Pensó en quejarse, pero Gabi no se había dado cuenta, si decía algo del dibujo seguro que se mofaba. Antes de marcharse vio como apuntaba en un cuaderno las siglas M.R. junto a la cantidad que le había dado. No le gustaba que hiciera esas anotaciones con los sobres que repartía, pero bueno, si alguien se atrevía a abrir una investigación nadie sabría quién es M.R.

Fue directo a casa y la manifestación no lo dejó en un atasco por los pelos. Aquel billete le quemaba en el bolsillo, no quería tener la imagen de aquel tipejo tan pegada a él. Además, estaba haciendo que la dulce victoria de una apuesta se sintiera como masticar hojas de pino. Fue hasta el cuarto de su hijo y sintió orgullo al verlo enfrascado en el estudio.

—Muy bien hijo. Sigue así y el día de mañana serás una persona tan respetable como yo. Toma, cómprate lo que quieras.

El chico cogió el billete y al verlo se preguntó como demonios había vuelto hasta él lo que había dibujado aquella misma mañana.


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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