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Ranas azules

Llegó hasta la puerta de su apartamento y llamó, casi todos los vecinos estaban en el pasillo preguntándole si sabía algo. Hizo un gesto con la mano y dio a entender que esperasen un momento, así lo contaba solo una vez.

—¿Se sabe algo? —preguntó su mujer nada más abrir la puerta.
—El portero ha cerrado todas las salidas por orden de...
—¡La policía no puede dar una orden así! —interrumpió un vecino, el del mil doce.
—No ha sido la policía, en esta zona de la ciudad está el ejército.
—¿Y qué hace el ejercito? ¿Es un golpe de estado? —preguntó el vecino del mil seis.
—¿Y por qué no funciona la televisión? —era la vecina del mil cuatro.
—¡Qué le den a la tele mamá! Yo tengo una raid online con otros cuarenta tíos en veinte minutos.

Recibió una sonora colleja de su padre que hizo que el resto de vecinos se callaran.

—A ver, tranquilos. Nos han pedido que por favor nos quedemos en casa. Que no nos acerquemos a las ventanas y que nadie salga del edificio. Está toda Valencia igual.
—¿Hasta cuándo? —dijo su mujer.
—Para mañana por la mañana quieren tenerlo todo controlado.
—¿Controlado en un día? ¡¿En este país?! —El vecino de la mil cinco empezó a reírse y volvió a su apartamento, cerró de un portazo.
—¡Joder, ayer llueven ranas azules por toda la ciudad y ahora esta mierda! —dijo el de la mil ocho
—Respecto a eso… —empezó a decir.
—¡Papá! ¡Papá! Se escuchan disparos en el río.

Entró corriendo directo al balcón, que daba hacía el Turia. Todos los vecinos lo siguieron en tromba, querían verlo también.

—¿Dónde están? —dijo alguien.

Volvieron a escucharse los disparos. A lo lejos, en el cauce, algo sucedía entre los árboles del parque, las copas no les dejaban ver nada, solo llegaban los estallidos de las armas y de vez en cuando se veía un soldado cambiando de posición. Vieron llegar un camión del ejercito a toda velocidad. Frenó en la zona y unos veinte soldados descendieron al cauce. El sonido de las armas se intensificó y volvieron todos corriendo al interior, tropezándose, arrastrando muebles, tirando macetas y algún adorno cuando una ventana reventó un poco más abajo.

—¡Vamos al pasillo, que nos van a dar! —intentó parecer disgustado con el desorden que le habían causado en casa, pero en el fondo se alegró de que hubieran roto aquella espantosa figurita de porcelana que le había regalado su suegra y que mantenían a la vista por compromiso.
—¿Contra quién están disparando? —Preguntó su esposa.
—Papá… —dijo tironeándolo de la manga
—¡Terroristas! —Exclamó alguien.
—¡¿Terroristas de qué gañán?! Para eso está la policía. —contestó un vecino.
—¡Los inmigrantes! ¡Se han puesto de acuerdo para tomar el control! —dijo otro.
—Papá la ventana…
—¡Vuelve dentro hijo!
—¡Oye! ¡Yo también soy inmigrante! —Se quejó alguien.
—¡Comunistas! —Exclamaron desde el fondo.
—¿Y por qué no fascistas imbécil? —Contestó alguien desde el otro lado.
—¡Callaos de una vez! Nos han pedido dos cosas muy sencillas. Uno. Quedarnos en casa. Dos. Si alguien se llevó a casa una de…
—¡¡AHHH!! — Se hizo el silencio entre los vecinos. El grito venía del fondo del pasillo, de las escaleras al otro lado de la puerta antiincendios.
—Papá, la ventana de antes se ha roto desde dentro. Lo he visto, no fue un disparo.
—¡Pues yo no pienso ir a mirar! —dijo el del mil uno.
—Tranquilos, voy yo —El vecino del mil diez entró en casa, y cuando volvió, lo hizo con una escopeta.
—¿Qué haces? ¡Vas a herir a alguien!
—Se están liando a tiros en la calle, alguien grita y tu hijo dice que el cristal del vecino de abajo se ha roto desde dentro. Si quieres ir tú con una alpargata en la mano, adelante.
—Esperad —dijo otro vecino—. Has dicho que las autoridades han pedido dos cosas, la primera quedarnos en casa. ¿Y la segunda?
—¡Ah sí! Esas ranas azules tan raras que llovieron ayer. Si alguien se llevó alguna a casa, tiene que matarla. Solo han dicho eso.
—Mi amigo Chimo se llevó dos, quería ver si su tortuga se las comía —dijo el chiquillo.
—Escucha… Daniel ¿Verdad? —dijo el vecino de la escopeta—. ¿Tu amigo Chimo vive dos pisos más abajo?

El niño asintió y su padre entró en casa, apareció con el cuchillo más grande que encontró.

—¿Quién más viene?

Todos los vecinos entraron en sus apartamentos y cerraron la puerta. Al final eran él con su cuchillo y Tomás con la escopeta. En la escalera y en el pasillo del noveno no vieron nada raro, los vecinos estarían en sus casas y no quisieron asustar a ninguno. En el octavo fue diferente. Todas las puertas estaban abiertas. Alguna arrancada del marco por un empujón muy fuerte.

—Pareces acostumbrado Tomás.
—Soy policía jubilado. Quédate detrás de mí.

Avanzaron despacio, Tomás siempre entraba primero, solo echaron un vistazo rápido en tres viviendas. ¿Dónde se habían metido todos? En los apartamentos que investigaron encontraron muestras de forcejeos: adornos rotos y cuadros caídos, pero nada de sangre. En casa del amigo de su hijo encontraron a la tortuga muerta en la pecera; solo el caparazón.

—Paso de arriesgarme más, solo somos dos —dijo Tomás.
—Sí, vamos arriba y cada uno que se encierre en su casa hasta mañana.

Pasaron el resto del día echando vistazos a escondidas al exterior. Ahora los disparos parecían venir también de calles colindantes. De vez en cuando se rompía una ventana en algún lugar. Cuando oscureció, vieron un incendio en una finca al otro lado del Turia, los bomberos no aparecieron. La tele por cable continuaba emitiendo series y otros programas ya grabados, las cadenas normales solo emitían un mensaje de alerta: 

Quedarse en casa. 
Matar las ranas azules.

Antes de ir a dormir, si es que podía hacerlo, entró al baño y vio que el agua del retrete burbujeaba. Por alguna razón pegó la oreja a los azulejos y escuchó algo extraño en la pared. Salió corriendo y volvió con un rollo de cinta de embalaje que gastó en sellar la tapa del inodoro. Apagó la luz y vigiló. El burbujeo se detuvo y unos dedos largos, finos y gelatinosos aparecieron entre los huecos que había dejado con el precinto. Aquellos dedos azulados, que se doblaban por más lugares que los suyos, se cerraron sobre la tapa con gracia de prestidigitador. Se tapó la boca y reprimió un grito.

Sonaron dos golpes fuertes y apartó la vista de la taza. Alguien había llamado a la puerta. Cuando la volvió a mirarla los extraños dedos habían desaparecido.

Se apresuró a llegar a la entrada. Su hijo estaba allí, sobre una banqueta, con el ojo pegado a la mirilla.

—¡Daniel! ¡Ven aquí! ¡En silencio! —ordenó en un susurro.
—Papá. hay un señor azul muy raro al otro lado.


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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