Cuando Berta entró al comedor de su casa, y vio aquel hombre pegado a la pared, estuvo a punto de lanzar los cereales del desayuno por los aires. La puerta estaba cerrada y era un décimo. Lo único abierto era el balcón. Así que se limitó a levantar una ceja y esperar que eso fuera suficiente para obtener una explicación.
—Disculpa. Me sorprendió el amanecer.
—¿Y?
—Y… ¿Lo siento?
—No. ¿Y ese es motivo para entrar en mi casa?
—Verás… Vampiro soy y…
—Verás, a mi me sorprende el anochecer cada día al salir del trabajo y no me meto en la primera casa que encuentro.
—Pero a ti no te mata.
—En eso tienes razón. Lo que me mata es el trabajo.
Ella se dejó caer pesadamente en el sofá y lo miró mientras estiraba las piernas sobre la mesita. El pobre ser de la oscuridad estaba plantado en el pequeño espacio de pared que quedaba entre los dos ventanales que daban al exterior, la luz del amanecer entraba directa en aquel salón orientado al este y el apurado ser de la noche estaba plantado en un pequeño triángulo de sombra que encogía por momentos. Vestía una elegante levita negra con las puntas un poco churruscadas.
—¿Por qué se te ha quemado la ropa si el que prende con el sol eres tú?
—Eso es otro asunto.
—Ah. Vale.
—¿No te interesa?
—Ni lo más mínimo —contestó metiéndose una cucharada de cereales en la boca.
—¿Podrías bajar las persianas?
—Podría. Pero desconozco si eres inofensivo.
—Podríamos resolverlo con un pacto de no agresión.
—También podría darte un empujoncito. Quiero decir, ¿si no te hubiera sorprendido el amanecer habrías vuelto al ataúd siendo yo tu merienda?
—No. Ya voy cenado.
—O desayunado. ¿Tener horario nocturno no os trastoca?
—¿Qué…?
—Yo trabajé de noche una temporada en una discoteca. Aquel jefe sí que sorbía la sangre de sus empleados.
—Ningún vampiro de esta zona tiene una discoteca.
—Creo que no me has entendido —contestó tomando otra cucharada de cereales.
—Mira, por favor, no te haré nada. Necesito que bajes la persiana. El sol ya me toca los zapatos.
—Te podrías haber descalzado, estás ensuciándome el parqué. ¡Oye, haz eso de transformarte en un murciélago! Ocuparías menos espacio.
—La luz anula mis poderes.
—Qué pena. Me hubiera gustado verlo. ¡Puf! Y de repente aleteas.
—Más o menos. ¿Entonces…?
—Entonces voy a terminarme el desayuno, luego creo que me haré un té y luego, ya veremos.
Unos minutos después Berta estaba apoyada contra el marco de la entrada del salón mirando al peculiar intruso. Cuando terminó su té, desapareció y al vampiro le llegó el sonido del trajín de la cocina. Al volver llevaba las manos llenas de ajos.
—Entiendo que los ajos…
—Horribles. No me los acerques.
—Mira, voy a marcarte en el suelo lo que será tu territorio hasta la noche.
Berta fue marcando con los dientes de ajo una pequeña zona en el suelo hasta una butaca cercana. Luego bajó una de las persianas, dejando medio comedor a la sombra.
—Si te sales volveré con una estaca.
El vampiro se relajó en la butaca y pronto quedó sumido en un profundo sopor. Berta volvió al salón con la escoba y, desde fuera de la línea marcada con ajos, le dio unos toquecitos con el palo.
—¡Se ha quedado frito con los ojos abiertos! Bah, cosas de ultratumba.
La chica terminó de arreglarse como cada mañana: una ducha, un poco de lápiz de ojos, americana y pantalón. Antes de salir le dio una última mirada al visitante y marchó a trabajar.
Pasó el día coqueteando con la idea de encargar unas mosquiteras a medida, no le gustaba lo que se podía colar en las noches de verano por un balcón —o ventana— abierto, pero al salir decidió ir directa a la verdulería más cercana.
—Hola, ¿os quedan ajos?
—¿Cuántos le pongo señorita? —dijo el dependiente.
—Todos
—Vaya, ¿también le ha entrado uno?
—Sí. A esconderse del sol. Voy a colgar una ristra en cada ventana.
—En verano hay que tener cuidado, hay menos horas de noche y van como locos buscando cena.
—O almuerzo, según su horario.
—¿Qué?
—Bueno, tienen el horario cambiado.
—Ah sí, claro. Aquí tiene, sus ajos.
—¿Cuánto…?
—Nada, a esta invita la casa. Que en verano son cosa molesta.
Cuando Berta llegó a su hogar, los últimos rayos del atardecer desaparecían tras las montañas del horizonte. Pasó directa a la cocina y dejó todo lo que llevaba excepto una ristra de ajos. Después se dirigió al salón y sobre la butaca solo vio la levita del vampiro.
—¿Hola?
Ni el silencio contestó, así que dio la luz para ver mejor y se encontró con que la butaca y el suelo estaban llenos de polvo. Al principio se extrañó, luego miró la ventana de la pared frente a la butaca y recordó que el sol de medio día entraba por ella.
—¡La vampira que lo mordió! La que me ha armado en el salón, con la cena y la colada por hacer.
Así que fue corriendo a quitarse la ropa de trabajo. Estando ya más cómoda, sacó el aspirador, uno de esos modernos que no utilizan bolsa, y recogió todas las cenizas. Luego limpió el polvo de los muebles, cojines, sofá y butaca. Aunque el fin de semana tendría que dar un repaso más exhaustivo. Con todo listo, quito el recipiente de la aspiradora. La verdad es que era bastante alto, y un poco guapete también, se dijo. Pero allí estaba metido, en un cubilete de plástico. Otro tipo de ataúd, al fin y al cabo. Se preguntó que edad tendría. Qué habrían visto aquellos ojos. Qué historias podría contar. ¿El inicio de la primera guerra mundial? ¿La aparición de las máquinas de vapor? ¿Vio los elefantes de Aníbal camino de Roma? Cientos de años y conocimientos fulminados por un rayo de luz. Historia viva del mundo ahora mezclada con pelusas, polvo y las migas de alguna galleta. Añadió un chorrito de agua, removió bien y se encogió de hombros cuando tiró de la cadena.
FIN
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