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De piedras

El anciano meditaba con minuciosidad donde debería clasificar el canto rodado que sujetaba en la zurda. Señalaba los estantes con la mano libre y se decía, aquí no, conforme los apuntaba con el índice y recordaba que tenía guardado en cada uno de ellos. Entonces pasaba a otra sección de aquella habitación atestada con las piedras que había coleccionado durante toda una vida, ordenadas por tamaños y formas.

El suelo, por supuesto, también estaba lleno de piedras, era parte del sistema, caótico para otros, no para él. Además, sus pies habían memorizado la posición de cada una, sabía de sobra donde estaban los espacios vacíos, así que nunca tropezaba con ellas.

Se detuvo durante un instante en uno de los muchos tablones que cubrían las paredes, allí había pegado unas piedras con una caprichosa forma curva, casi como un bumerang. Después visitó con la mirada el resto de tablones, cada uno de ellos con una colección de cantos rodados con formas casi idénticas.


Por algún motivo le vino a la memoria un periodista que lo visitó años atrás. Tras muchas preguntas y explicaciones había cerrado su libreta de notas y le había preguntado, en confianza, si había algo más, una verdad detrás de la verdad del motivo de recoger todas aquellas piedras.

Él le había contestado que sabía a la perfección que mucha gente le tomaba por loco y que pensaban que el interior de su cabeza debía ser como aquella habitación, también sabía quién se burlaba de él.

─Pero no me importa ─dijo─. Empiezo a ver algo en todo esto. Mira, siempre recojo las piedras en el mismo punto. El agua las arrastra, las golpea, las rompe, las moldea. Me gusta pensar en ellas como personas, la vida las ha llevado por un camino, para unas más tortuoso, para otras más sencillo. Y al final esas personas se parecen, según su propio camino. Pero mira aquí, de cerca. ¿Qué ves?
─Son seis piedras parecidas, casi iguales, con imperfecciones que las diferencian.
─Sí, como a las personas.

Regresó de sus memorias recordando todos los años pasados desde aquel momento, era consciente de su edad y de que no le debía quedar mucho. Sus hijos nunca habían sentido el menor interés por su pasión. Seguro que tirarían todo aquello de vuelta al río o a la basura, esperaba que al menos fuera lo primero.

─¡Ay Dios! Ojalá pudiera tener el reposo eterno en la vereda, junto al río y mis piedras ─rezó en voz alta.

Y en aquel momento recordó que, en una repisa, arriba, junto a una de las vigas de madera, estaba lo que buscaba. Se ayudó con una vieja silla, alzó el brazo, rozó la roca que buscaba y esta se precipitó contra su frente. Se sentó dolorido, la sangre manaba de una brecha y le caía sobre el ojo, escocía.

Sin dejar la silla, se estiró para recoger la piedra manchada de sangre y compararla con la otra. Entonces vio algo raro en sus uñas, cogió una y estiró, era un guijarro. Aquel extraño efecto se extendió desde sus manos hacia los brazos. La carne se tornó canto rodado, guijarro, grava, arena. Se tocó la cabeza, ya no había sangre. Su frente ahora era dura como la roca.

*    *    *

─¿Has hablado con la policía?
─Sí, pero no tienen nada nuevo. Yo creo que deberíamos darlo por muerto.
─Pienso igual. ¡Oye! ¿Qué hacemos con todas estas piedras?
─Yo siempre he visto todo esto como basura.
─Papá siempre estuvo un poco chalado. ¡Mira! Hasta rellenó su ropa con un montón de piedras y lo dejó ahí sentado.
─¿Y si lo devolvemos todo al río?
─Me parece bien.

Y en aquel instante, imperceptible a los dos hombres y su conversación, en el surco de lo que antes fuera ojo, en un canto rodado que fuera parte de un rostro, surgió una pequeña grieta de la que se desprendieron minúsculas partículas, lágrimas de arena vertidas por un último deseo cumplido.


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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