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Un sombrero

De haber podido, al sombrero le hubiera gustado pasear sobre una cabeza en vez de estar recogiendo polvo en un estante de la tienda. 
Día tras día, entraban gallardos varones al lugar, muy bien engalanados, y salían con algún otro compañero de balda. Desde su privilegiado lugar tras el tendero veía como se alejaban: orgullosos, dando clase y distinción desde lo alto, protegiendo las más variopintas testas del frío o del sol.

Se imaginaba como sería pasear por la calle y ver el mundo desde aquellas alturas predilectas. Cruzarse con otros caballeros y saludar con un leve levantamiento de su ala; o mejor todavía, notar como los dedos lo tomaban suavemente por la corona y lo separaban mínimamente de la cabeza al son de un “Buenos días”.

Ahora una sencilla cinta adornaba su contorno alrededor de la copa y se preguntaba si en el futuro le añadirían una plumilla de colores vivos para darle un aire picarón o si, por el contrario, le cambiarían la cinta por un sobrio y elegante nudo.

Pasaban los años, los clientes salían sin él, y cuando ya comenzaba a pasarle por la mente la idea se ser pasto de polilla, entró a la tienda un señor muy poco atildado, arreglándose con las manos los pocos pelos de su despejada cabeza.

Dijo que necesitaba un sombrero porque el viento y el frío ya le habían helado algún pensamiento. El tendero indagó acerca de los gustos de aquella sesera poco acicalada y todas las propuestas lanzadas fueron rechazadas. Pero tras un pequeño momento de indecisión, surgió un dedo y señaló decididamente en una dirección, a un único sombrero. El tendero tomó al afortunado, le sacudió un poco el polvo y, cuando sacaba una caja para empaquetarlo, el cliente dijo que se lo llevaba puesto.

Por fin lo habían elegido, por fin saldría a cumplir su cometido y podría emocionarse con las maravillas de un mundo exterior. Pero todas sus expectativas se vinieron abajo en cuanto estuvo sobre la cabeza de su nuevo dueño. Lo primero que no le gustó fue la sensación untuosa que notó cuando algo comenzó a filtrarse desde aquella árida superficie hacía sus bajos. Aunque fue peor saber que no podría contemplar orgulloso el mundo desde una altura privilegiada, el comprador era bajito.

En el exterior hacía un viento gélido y cortante. Y se alegró, al menos, de poder ayudar a mantener protegido de aquel vendaval a su portador. Mientras paseaban, advirtió que no había sombreros, ni distinguidos caballeros que los transportaran. Todo lo contrario, decenas de cabezas ahora estaban cubiertas por unos nuevos atuendos que en vez dar clase y distinción rezumaban prepotencia. Gorras las llamaban. Y por lo que parecía podían llevarse de cualquier forma excepto de aquella para la que habían sido diseñadas: de lado, del revés, más pequeñas que la cabeza que trataban de cubrir. Aunque lo más molesto era que nunca saludaban, hacían lo mismo que sus dueños, miraban mal, casi con desprecio, casi diciendo viejo o anticuado.

Aquel primer paseo estaba siendo una decepción, aunque algo podía arreglar aquel desastre: Vio acercarse a otro caballero. Parecía uno de los de verdad, bien vestido con traje y chaqueta, elegantes zapatos, abrigo para cubrirse de aquel frío y coronando todo el conjunto, como una brillante estrella de dignidad, un sombrero de color azul. Era su momento, se cruzarían y… nada. No hubo saludo, ni buenos días, ni leve levantamiento del ala. ¿A qué mundo había sido arrojado?

De haber podido, al sombrero le hubiera gustado estar sobre otra cabeza. O saltar desde las alturas —aunque fuera poca— y rodar con el viento hacía el olvido. Pero solo era un sombrero inanimado, no podía elegir salir volando con el viento. ¿O sí?


FIN



¡Pequeño roedor que has leído hasta el final! 
Las ratas agradecen tu hazaña y brindan en tu honor.
Mientras una toca una pequeña ocarina, otra baila animada, y una tercera te recuerda:
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