Vicente siempre fue muy discreto.
Tanto que era
capaz de pasar desapercibido en medio de cualquier gentío. Avanzaba lento, pero
con decisión, a través de los pasillos de la residencia. Su nieto siempre le
contaba historias de sus superhéroes favoritos y ahora, a sus ochenta años, se
ilusionaba con la idea de que quizás él tenía el superpoder de la
invisibilidad. Su destino era la sala común. Había pasado la última semana
guardando reposo por un fuerte catarro y no había visto a sus amigos. Llegó
hasta la puerta cerrada de la sala y se coló sin que nadie reparara siquiera en
que estaba allí.
A Joaquín le dijo que hoy para comer tenían
lentejas, a Amparito que le debía un euro del parchís del otro día. Saludó a
Encarna y le recordó que tenía que contarle algo de unos pimientos. A Antonio
le comentó lo guapa que era su nieta y a Paco que se alegraba que lo de su hija
saliera bien. Y así continuó, uno a uno hizo la ronda y los saludó a todos,
como siempre hacía. Después se sentó en silencio durante un rato en una sillita
que había en un lateral y cuando se cansó volvió hasta la puerta.
—Hasta pronto —susurró.
Sus ojos se empañaron mientras abría la puerta.
Entonces apagó la luz y salió. Dejando en silencio aquella sala llena de sillas
vacías.
FIN
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