De no ser por los aplausos nunca se habrían conocido, de hecho, tampoco le sonaba haberla visto por el barrio. Pero allí estaba, en la finca de al lado. Balcones contiguos, casualidad arquitectónica.
—¿Qué piensas hacer cuando salgas? —preguntó él.
—Quiero ir a la montaña.
—¿Tienes una casita en la sierra?
—No, no.
Nunca faltaba a la cita de las ocho, era el único momento en que podía verla. Aunque fuera de balcón a balcón. Separados por un abismo, inalcanzable.
—Tenía un viaje planeado… a Nepal —dijo ella.
—Vaya. Que… lejos.
—Sí, iba a ser algo especial.
—Oye, siempre he querido hacer un viaje así. ¿Qué te parece si te acompaño?
Cuando todo terminara la abrazaría y le diría lo que siente. Cada día imaginaba el momento de una manera diferente e idílica. Ayer fueron como esos dos amantes frente a una cafetería de Paris, hoy eran el soldado y la enfermera tras la gran guerra, mañana… ¿El famoso beso de Klimt? ¿Quién sabe?
—No lo entiendes.
—¿El qué?
—No es… —suspiró— no es un viaje por placer, perdí a alguien y necesito ir al lugar donde todo sucedió.
—Espera… —dijo el chico— perdona… no te… vayas.
Reflexionó sobre las últimas palabras que cruzó con ella. Y ahora los balcones parecían estar más lejos todavía, sintió que ella se volvía más inalcanzable. Y pensó que el amor era como la montaña, un pequeño fallo, una omisión o querer avanzar demasiado rápido y encuentras la muerte.
FIN
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